Hoy os traigo un relato de inspiración oriental, basado en los kitsune y en el dios Inari, el que se considera dios del arroz y de los zorros.
¡Espero que os guste!
El zorro blanco
La niña lloraba desconsolada
mientras dos bestias se enzarzaban por culpa de ella. Un robusto jabalí
intentaba deshacerse de un ágil zorro blanco que se había interpuesto entre él
y la pequeña.
La chiquilla, llamada Sakurako, se
había internado en el bosque, más allá de los límites del pequeño templo
sintoísta en el que vivía, consagrado al dios del arroz Inari. La joven no supo
encontrar el camino de regreso y comenzó a vagar sin rumbo. Quiso su mala
suerte que se tropezara con un jabalí, al que no agrado la presencia de la niña
en sus dominios. Cuando el animal se abalanzó contra ella, de la espesura
surgió como un rayo plateado un pequeño zorro blanco, que interceptó el ataque
del jabalí, salvando a la pequeña.
El zorro se había enganchado al
cuello del jabalí, que se retorcía y pateaba luchando por quitárselo de encima.
El cánido no desfallecía y continuaba mordiendo la dura piel de su oponente a
pesar de sus heridas. El jabalí no soportó más y acabó huyendo de la pelea,
dejando un rastro de sangre. El zorro, al ver que todo había terminado, se
desplomó y se lamió a duras penas la sangre que brotaba de sus lesiones.
Sakurako se secó las lágrimas y dio
dos tímidos pasos hacia su salvador. El zorro no se alarmó ante la proximidad
de la humana y dejó que acercara una mano a su cabeza que le acarició su níveo pelaje.
- Has sido muy valiente. Me has
protegido y ahora debo curar tus heridas.
La pequeña tenía algunos
conocimientos sobre plantas medicinales que le habían sido inculcados en el templo.
Supo reconocer las plantas adecuadas con las que preparar una pasta que untó en
los rasguños y golpes del animal. La niña uso la tela de su propio obi para
vendar al animal y que la pasta hiciera efecto.
El zorro la dejó hacer su trabajo
sin moverse ni dañarla. Cuando terminó, se puso en pie y comenzó a andar por el
bosque. Sakurako lo siguió durante un buen rato hasta que el animal se detuvo y
la miró a los ojos. Permanecieron así durante unos minutos, hasta que una voz
rompió la extraña conexión que se había establecido entre ellos:
- ¡Sakurako!
La pequeña alzó la mirada y se
percató de que estaba en la entrada del templo. Sus padres corrían en su
dirección con el rostro lleno de preocupación. Había encontrado el camino de
regreso a casa; no, más bien, el zorro blanco la había guiado hasta allí.
Su madre llegó hasta ella y la
abrazó:
- ¡Te hemos estado buscando por
todas partes! ¿Dónde has estado? ¡Gracias a los dioses que estás bien!
- Me perdí en el bosque, madre.
Pero este zorro blanco me ha traído de nuevo a casa.
Buscó al animal, pero éste había
desaparecido. No quedaba ni rastro del zorro blanco.
Su padre había escuchado sus
palabras. Él era el sacerdote del templo, por lo que enseguida pudo ver la
intervención de su dios:
- Inari ha mandado a uno de sus
mensajeros para cuidar de ti. Volvamos dentro y demos gracias por su bondad.
La familia volvió a la casa y la
niña estuvo segura de que las palabras de su padre eran ciertas. El zorro
blanco era un mensajero de los dioses, de su dios concretamente, que había
enviado para salvarla de ese jabalí y guiarla hasta su hogar. Creció teniendo
presente siempre esa evidencia.
No fue la única vez que volvió al
bosque. De vez en cuando se internaba en la espesura en busca de ese mensajero
divino, pero nunca volvió a cruzarse con el zorro blanco.
El tiempo pasó y la pequeña
Sakurako se convirtió en una joven muy hermosa y bondadosa. La joven aprendió
todo sobre el culto a los dioses, a los que honraba todos lo días, sobre todo a
Inari. Mantenía el santuario impoluto y realizaba ofrendas al dios. De estas
ofrendas, reservaba una parte para el mensajero del dios, el zorro blanco. La
joven rogaba volver a verlo para agradecerle apropiadamente su amabilidad y
comprobar que las heridas habían cicatrizado bien.
Su padre pensó que había llegado la
hora de buscarle un marido adecuado que le diera un nuevo hogar. Lo encontró en
un joven, hijo de un rico comerciante y amigo de la infancia de ella. Vivían en
la aldea cercana al templo, por lo que acudían regularmente para orar al dios
Inari, el dios al que debían su buena fortuna, puesto que era unos importantes
vendedores de arroz de la región.
Era el candidato perfecto a ojos
del padre de Sakurako, pero no para ella. En cuanto le comunicó la noticia,
Sakurako se negó rotundamente. No quería abandonar a su familia, a su templo, a
su dios… al zorro blanco.
- ¡No pienso casarme con él!
- Es tu deber como mujer y como mi
hija.
- ¡No es lo que deseo!
- Ya está decidido. La boda será
dentro de un mes. Prepárate para entonces.
Por más que intentaba hacer entrar
en razón a su padre, éste no daba su brazo a torcer. Creía que estaba
asegurando el bienestar de su hija, aunque eso la hiciera infeliz. ¿Qué
comodidades podría encontrar en un templo como ese? No es que la estuviera alejando
para siempre; vivirían cerca y podría ir a visitarlos en cualquier momento. No
era una despedida. Pero para ella ese templo era su hogar.
Incapaz de permanecer bajo el mismo
techo del hombre que quería alejarla de ese lugar, escapó al bosque, el único sitio
donde encontraría sosiego. Entre lágrimas, se dejó caer sobre la hierba y dio
rienda suelta a su tristeza.
- ¿Por qué lloras, muchacha?
Sakurako se sobresaltó y buscó a su
alrededor el origen de esa voz. Lo encontró en un hermoso joven que la observaba
lleno de preocupación desde la rama de un árbol en la que estaba recostado. El
rostro del desconocido reflejaba la misma angustia que sentía ella.
Se enjuagó las lágrimas y sacó todo
lo que llevaba dentro. Por alguna razón, ese chico le resultaba familiar y
sintió que podía desahogarse con él, pues percibió que su preocupación era
sincera, y eso la conmovió.
- Comprendo – dijo el muchacho una
vez que terminó de contar su historia-. ¿Y qué piensas hacer ahora?
- ¿Qué opciones tengo? Sólo puedo
volver y aceptar la voluntad de mi padre.
- Podrías quedarte aquí para
siempre, a mi lado…
Sakurako rió ante ese ofrecimiento.
- Cómo si eso fuera posible.
Además, no te conozco de nada. ¿Por qué iba a quedarme contigo?
Esas palabras indignaron al joven,
que saltó desde el árbol y aterrizó al lado de la muchacha. La miró fijamente a
los ojos; ella sintió que ya había cruzado la mirada con ese chico, aunque no
podía recordar cuándo ni dónde.
El joven abrió su mano y le mostró
el objeto que guardaba con sumo cuidado. Sakurako lo reconoció al instante: se
trataba del obi que había usado para vendar las heridas del zorro blanco aquel
día en el bosque. Lo tomó entre sus manos y volvió a mirar al joven. Él había
empezado a cambiar. Ya no era un humano corriente, sus cabellos se habían
tornado del color de la nieve pura, sus ojos adquirieron un brillo salvaje, sus
orejas se volvieron puntiagudas y del final de su espalda brotó una cola blanca
y peluda.
- Eres…
El muchacho sonrió.
- Esta vez, no te dejaré volver.
- ¡Sakurako! ¡Sakurako!
El sacerdote llevaba horas llamando
a su hija, pero no obtuvo respuesta ninguna de las veces. Creyó que su
bondadosa hija estaba realmente furiosa con él, pero sabía que acabaría por
comprenderlo y aceptar el destino que había planeado para ella.
Cayó la noche y Sakurako siguió sin
aparecer. Él y su mujer fueron en su búsqueda. Se internaron en el bosque, pero
no encontraron ni rastro de ella. Pasaron los días y más hombres se unieron a
la búsqueda. Organizaron partidas de búsqueda pero no obtuvieron ningún
resultado. Parecía que se la había tragado la tierra.
La dieron por desaparecida y cada
uno volvió a su vida diaria; todos excepto el sacerdote del templo. Se culpaba
de su huida y rogaba a Inari que ella volviera. Todos los días se sentaba en la
entrada del templo con la esperanza de que su hija apareciera en el camino de
regreso a casa. En su lugar, se mostraron ante él dos zorros blancos. Uno de
ellos, se detuvo y le miró directamente a los ojos. Y, entonces, el sacerdote
supo lo que le había ocurrido a su hija.
No volvió a ver a los zorros
blancos, pero no necesito ninguna prueba más. Inari había tomado a su hija.
Maldijo al dios al que durante años había servido devotamente. Tan dolido
estaba que intentó quemar el templo al completo. En el momento en que prendió
una de las habitaciones, se desató una gran tormenta que impidió que se
propagara el fuego al resto del complejo. El sacerdote fracaso en esta misión y
perdió la vida en el incendio.
Durante años, el templo permaneció
abandonado, a excepción de los dos zorros blancos que protegían el recinto
sagrado. Se propago el rumor entre los aldeanos de que estaba maldito y la
historia de Sakurako se convirtió en un cuento para asustar a los niños.
Pero Inari no permaneció en el
olvido.
Un día, llegó hasta la puerta del
templo un nuevo sacerdote, dispuesto a recuperar y revivir el culto del dios en
esa región. No creyó los rumores que se contaban y comenzó a reconstruir y
devolver la vida al templo.
Poco después, cuando los fieles
volvieron a acudir para orar, uno de los más ancianos del lugar pregunto al
sacerdote:
- ¿No te han puesto dificultades
los demonios que habitaban este templo?
- No me he tropezado con ninguno de
esos demonios de los que hablas. En cambio, sí que he tenido ayuda de dos
espíritus con forma de zorros blancos en la reconstrucción de este templo. A
ellos he conmemorado estas dos estatuas de zorro que guardan y protegen el
santuario. Estoy seguro de que esos dos seres son animales celestiales enviados
por el propio Inari.
No es casualidad que todos los
santuarios dedicados al dios Inari estén protegidos por dos estatuas de zorros,
uno masculino y otro femenino. Estos espíritus guardan y cuidan a los humanos,
tal y como hizo y sigue haciendo el zorro blanco con la pequeña Sakurako hace
cientos de años.