Carnaval
La noche se iluminó con el
estallido de los fuegos artificiales. Era Carnaval y toda la población de
Venecia estaba celebrándolo. Venecia, la ciudad que no sólo celebra el
Carnaval, sino que lo vive. Por sus calles miles de máscaras y brillantes trajes
pululaban de arriba abajo, en una orgía de risas y desenfreno. Era la única
fiesta en todo el año donde todo estaba permitido; ya se arrepentirían durante
la Cuaresma de sus pecados y excesos.
Las clases sociales desaparecían
esa noche; ricos y pobres se mezclaban y bebían juntos, ni importaban las
apariencias. Los nobles dejaban a sus remilgadas mujeres y caían en brazos de
cariñosas taberneras; bajo la seguridad de la máscara, las mujeres que
aparentaban ser mojigatas buscaban soltarse la melena y liberarse del yugo de
guardar la compostura por una noche; y los jóvenes se juntaban para hacer el
tipo de cosas que les escandalizaría escuchar cualquier otro día.
Sí, eso es el Carnaval. Pero tras
algunas máscaras no había diversión ni ganas de embriagarse. En su lugar
brillaban la astucia y la prudencia de quien busca una presa entre el mar de
gente. Y la había encontrado. Estaba cansado de matar a mujeres de la calle.
Esa noche, donde nada podía sorprender, el cazador buscaba algo con más clase,
y lo había encontrado en una noble de cuna: la mujer de uno de los hombres más
ricos de Venecia.
Ella había bebido más de la
cuenta y apenas podía tenerse en pie sin ayuda. Bailaba junto a un hermoso
joven, al que le sacaba más de diez años. Entre vuelta y vuelta, intentaba
besarlo, pero el muchacho la esquivaba con mucha gracia. Se acercó hasta ellos
y preguntó, muy educadamente, a la mujer si le condecía un baile. Tanto ella
como el joven, encantado de quitársela de encima, aceptaron.
Comenzó a bailar con la mujer,
sin romper en ningún momento el contacto visual. La señora estaba tan prendada
de sus ojos que, en el estado de embriaguez en el que se encontraba, no
acertaba a dar ni un paso. Éste le molestó profundamente puesto que al tratarse
de una mujer de alta alcurnia, un buen baile sí que se esperaba.
Cansado de cargar con ella, pasó
al ataque. De improviso, besó sus labios. Ella respondió a su contacto con un
deseo casi violento y ansioso. Las manos de ella empezaron a recorrerle la
espalda, sacando la camisa de debajo de los pantalones sin importarle que
siguieran en medio de la pista.
Sin que se diera cuenta, la llevó
hasta un rincón oscuro, lejos de miradas indiscretas. No le gustaba hacer este
tipo de cosas en público. La dama no se había despegado de sus labios, pero sus
manos ávidas ya habían recorrido todo su cuerpo, disfrutando de cada parte de
su constitución. Él, en cambio, no soportaba el roce de su piel ni la manera en
como le tocaba. Decidió terminar cuanto antes.
Separó sus labios de los de ella
y los bajó lentamente por su mandíbula hasta su cuello. La respiración de la
mujer era agitada, demasiado ruidosa para su gusto. Antes de empezar, tapó su
boca con una mano y mordió la vena, haciendo que manara la sangre, el líquido
vital por el que él estaba haciendo todo esto. Ante el dolor, la mujer quiso
chillar, pero el vampiro la tenía bien sujeta y ni un sonido pudo salir de su
garganta. Intentó patalear y luchar inútilmente entre sus brazos mientras
sentía como la vida la iba abandonando con cada trago que él tomaba.
Finalmente, las fuerzas le abandonaron y su corazón fue reduciendo su ritmo,
hasta que se paró.
El vampiro se separó de ella y se
limpió los restos de sangre se escurrían de entre las comisuras de sus labios
hasta la barbilla. Había terminado la cacería.
Dejó allí el cadáver y se
escabulló entre las sombras. No tardarían en encontrarlo, pero su muerte no
sorprendería a nadie. Durante el Carnaval aparecían muchos cadáveres en los
rincones y canales de la ciudad. Algunos se habían excedido con el alcohol,
otros se habían enfrentado en mortales duelos, y otros eran fruto de arrebatos
pasionales.
Al fin y al cabo, en Carnaval
todo estaba permitido.